Y sin embargo, la vida sigue. El tiempo sigue su paso, inconmovido por las circunstancias triviales de tu lastimera vida. Mientras contemplabas las ruinas de lo que fue y no será más, el tiempo corrió uno, dos instantes. Mientras te lamentaste de las oportunidades perdidas, de tus equivocaciones, pasó una hora, un día, un mes. En las pocas veces que te tomaste el tiempo de revivir los escasos triunfos en tu carrera inevitable, pasó un año, un lustro, una década. Y en un instante, o en la acumulación de los mismos, sin que lo inadvirtieras, cambiaste. Un día te paras frente al espejo y te animas a mirarte; no los contornos o las periferias, sino das una mirada firme en tus ojos. Y allí estás parado, en toda la mísera gloria de Tí mismo. Reproducidos en el espejo, las canas, las arrugas, las verrugas, todos los defectos minuciosos de lo que otros reconocen como Tú, pero que tú mismo apenas si reconoces.
¿A dónde se ha ido la juventud, a dónde el entusiasmo? ¿Qué ha sido de aquella persona bien intencionada, maravillosamente ingenua? ¿Quién lo ha secuestrado y en su lugar dejo a este viejo cansado, cínico y amargado?
Tú mismo. Nadie más.